Thursday, December 12, 2019

PLACERES EN INVERNADERO

En esta vida hay dos tipos de placeres: los que se alcanzan a través de un sacrificio previo y permanecen, y los que llegan rápido y se esfuman sin más, pero que requieren el pago posterior de un alto precio. A estos últimos los llamaremos inmediatos, para enfatizar la idea del coste en términos de sensación de vacío que queda tras la transacción. Por contra, el placer que permanece, no se busca, y se obtiene a la larga a través del ejercicio desinteresado, una vez se olvida aquello que motivó el comienzo de esa práctica. Este tipo de ejercicio es la vía para el autoconocimiento pleno, la vía para llegar a sondear y acariciar cada rincón de nuestro ser, la vía para amarnos y llegar a amar. El placer inmediato sin embargo, sólo nos conduce a un saqueo constante y necesario para alimentar la llama de la única luz conocida, y en definitiva, nos lleva al odio y a vivir en un miedo constante porque esa llama se extinga. Lo único que es capaz de hacer el ser humano en su vida es buscar alguno de estos dos tipos de placer, y tanto su felicidad como su supervivencia dependerá de lo inteligentemente que administre la consecución de uno u otro tipo.

Es muy sorprendente lo barata que se puede llegar a vender la libertad. Me impresionó mucho comprobarlo durante un espectáculo de aves rapaces. Estaba contemplando unos seres de una belleza y majestuosidad sin parangón, los animales mejor adaptados de todo el planeta para la caza descendían desde la cima de una montaña a la llamada de comida fácil, desplegaban su arte adquirido a través de millones de años de evolución, comían, y después, sencillamente se retiraban a su rincón carcelario a esperar al siguiente espectáculo. Tienen la oportunidad de escapar en cada vuelo, y sin embargo, la vida en libertad es tan dura, a pesar de poseer unas herramientas tan finas, que les compensa con creces permanecer al lado del amo. Es exactamente lo que nos pasa a los humanos en esta sociedad de consumo. Hemos renunciado a nuestra libertad a cambio de comodidad y ya sólo podemos desplegar nuestra gran herramienta llamada inteligencia cuando hay que salir al escenario a actuar.

Los seres humanos han dotado de significado a la palabra libertad durante los más de cien mil años de su existencia, y sólo con la aparición de la agricultura y la propiedad privada durante el neolítico hace nueve mil años empezó a devaluarse este término. Actualmente, los gurús del libre mercado y sus voceros mediáticos asocian con pérdida de libertad todo planteamiento que ponga en peligro su estilo de vida. Su libertad ya sólo se circunscribe a la libertad de seguir actuando como esclavos suicidas.

Ya nadie duda de la realidad del cambio climático, y que éste sea antropogénico, nos da la posibilidad, aunque sea mínima, de revertirlo o minimizarlo. Si el cambio climático no fuera antropogénico estaríamos condenados sin remisión. Sin embargo, tanto los negacionistas de su carácter antropogénico como la mayoría de los que no lo niegan, prefieren asumir con nihilismo nuestra condena irremisible antes que aceptar que la solución pasa por la renuncia a su estilo de vida colmado de placeres inmediatos.

El cambio climático no lo ha provocado la tecnología. Lo ha provocado el hecho de que esa tecnología pueda ser propiedad de unos pocos, y que éstos, la usen para enriquecerse a base de fabricar cosas que la masa no necesita, pero que sí le reporta un placer inmediato. La adicción a ese placer es lo que enriquece a los dueños de los medios de producción, y es ese enriquecimiento y poder lo que a esos dueños les crea adicción. La adicción al placer inmediato, inoculada por el sistema desde que nacemos, es lo que ha provocado la desestabilización de un frágil equilibrio climático que hizo posible el desarrollo de la especie humana. Ahora el clima se dirige hacia un nuevo estado de equilibrio, similar al alcanzado a finales del Paleoceno, hace 56 millones de años, cuando se llegó a un máximo térmico 8 grados por encima de la temperatura actual, el nivel del mar estaba 70 metros más alto y había cocodrilos habitando los árticos. La Tierra tardó alrededor de cien mil años en abandonar ese estado de equilibrio.

Sólo podremos evitar los peores desenlaces de esta mega crisis acabando con el mantra del crecimiento perpetuo. No podemos permitirnos que un país enferme si no crece, y que por evitar que un país enferme se legitime la inacción que nos lleva al abismo. Pero para evitar que la maquinaria de producción de bienestar quebrara en un escenario de decrecimiento, sería inevitable que el Estado la rescatara, es decir, que los ciudadanos la rescatásemos. Y esa contribución económica de todos los ciudadanos a la realización de un modelo de producción sostenible no podría resultarles gratuito a los dueños de los medios productivos. Inevitablemente, un rescate debería pasar por una nacionalización: el Estado podría convertirse en un gran banco, de hecho, en el único banco, un banco que nos pertenecería a todos. Una única medida simple y necesaria para conseguir nacionalizar los medios productivos sería gravando la huella de carbono de su actividad, de manera que esta presión llevara a sus dueños a requerir el rescate público y a desprenderse así de su propiedad. Aunque no es suficiente con legislar, es imprescindible que estos dueños tengan la oportunidad de tomar conciencia y adherirse voluntariamente al proceso de socialización de los medios productivos.

Cualquier debate político que no se enfoque en enfrentar la crisis climática es dramáticamente estéril. Es imposible a todas luces alcanzar el objetivo de cero emisiones, y mucho menos el de emisiones negativas, sin un modelo económico de decrecimiento, y éste no es posible sin la nacionalización de la banca y de los medios productivos. Y cualquier gobierno que no se comprometa firmemente con este objetivo, sencillamente, sólo nos pone palos en las ruedas.

Los gobiernos se ven obligados a incentivar el consumo para maximizar ingresos vía impuestos y poder así pagar los intereses de una deuda impagable y ridiculamente enorme, por lo que ningún gobierno que pretenda seguir pagando esa deuda apoyará nunca posturas decrecentistas, ni siquiera gobiernos de izquierdas. Mientras siga funcionando el sistema de crédito privado las empresas se ven obligadas a crecer para poder pagar los intereses de los préstamos que les concede la banca, y a su vez, los bancos se ven obligados a dar crédito sólo si perciben expectativas de crecimiento por parte de sus prestatarios. También, el proceso multiplicador del crédito privado, retroalimentado por la especulación financiera, genera un excedente de capital ficticio que requiere ser invertido con rentabilidad. Y esta búsqueda constante y competitiva de oportunidades de inversión rentables implica un gasto enorme adicional de energía y recursos cada vez más escasos.

Si no transformamos la megamáquina para adaptarla al escenario de escasez energética creciente, el colapso es inevitable. Y no nos va a salvar la tecnología. Esta ensoñación también viene de la narcotización provocada por nuestro estilo de vida de satisfacción inmediata. La tecnología es imprescindible para transformar la mega-máquina y supone un legado cultural a preservar en la medida de lo posible. Pero pensar que la tecnología puede permitirnos seguir creciendo en un planeta finito es una ingenuidad fruto de la ignorancia de las leyes físicas o una temeridad por parte de quien las conozca. La tecnología ha coronado sus más grandes cimas en lo accesorio, lo banal, y sin embargo ha resultado insuficiente en lo importante: no nos va a salvar la fusión nuclear, sencillamente no está lista y no podemos esperar a que lo esté, el problema lo tenemos ahora. Y aunque estuviera lista, y suponiendo que tuviéramos los recursos para implantarla a gran escala, cosa bastante improbable, la mayor parte de la logística e infraestructuras que soportan nuestra civilización requieren por diseño para su funcionamiento combustibles fósiles, y sencillamente no se puede rediseñar la megamáquina para que funcione sólo con electricidad sin simplificarla y adelgazarla.

Es evidente que el cambio no se puede dejar en manos de nuestros políticos y gestores, y ha de pasar por la reorganización a nivel local y la máxima autogestión posible. Si se dedica el esfuerzo humano a la autosuficiencia y al cuidado de la vida a nivel local, nadie se quedará sin trabajo, todos tendrán algo que aportar, todos trabajaremos menos horas y las trabajadas serán de utilidad patente y por ende gratificantes, tendremos más tiempo para desarrollarnos como seres humanos, para vernos reflejados en los demás y que nos guste lo que vemos. El transporte de mercancías hasta los núcleos de autogestión se reduciría al mínimo: esto es crucial, porque será el transporte la pata del sistema productivista-crecentista que antes se quiebre debido a la crisis energética y climática, y a partir de ahí efecto dominó. También el uso combinado de moneda social, trueque y donación podría minimizar la dependencia de gobiernos centrales.

Las revoluciones comunistas han fracasado en el pasado porque ofrecían a los individuos depauperados una posibilidad de progreso mediante la redistribución de la riqueza. En el fondo se les estaba inoculando la idea del crecimiento que nunca llegaba, provocando frustración. El Papá Estado tenía que salvarles y no lo hizo. Esta revolución tiene que triunfar, porque ofrece a individuos colmados de placeres inmediatos la posibilidad de decrecer, de volver a ser libres y poder mirar con la cabeza bien alta hacia algún futuro. Les ofrece el poder de salvarse de ellos mismos cambiando su estilo de vida. Les ofrece la posibilidad de ser un Estado sin Papá. Si nuestro compromiso por la vida es suficientemente grande podremos independizarnos de nuestro Papá y no fracasar esta vez.

Pero no podemos conformarnos con opciones políticas de izquierda paternalistas, que un día firman manifiestos por el decrecimiento y otro día promulgan la producción en masa del coche eléctrico. En el fondo esta izquierda es la izquierda de identidad confundida que fracasó en el pasado y que sigue existiendo alienada. Creen que el sistema capitalista tiene cura y que se puede domar, pero no entienden que es el crecimiento en sí, independientemente de lo bien que se reparta la riqueza creada, lo que es insostenible.

La peor de las muertes a las que se enfrenta un ser humano es la de hacerlo derrotado. Porque cuando uno está derrotado y esclavizado, en el fondo ya está muerto y siembra muerte. Hay que morir luchando, hay que morir siendo libres, y sólo así, quizás conseguir sobrevivir y sembrar vida. Enfrentar cara a cara y sin escrúpulos los horrores de nuestra realidad, sin negarla, es el primer paso necesario para poder transformarla. No se puede solucionar un problema enorme sin antes conocerlo a fondo. Esto no se va a solucionar sólo con buenas intenciones o buena onda sin hacer una enorme autocrítica sobre nuestro estilo de vida y sobre qué relación tenemos con nosotros mismos y con nuestro entorno. Es normal que la gente apoltronada en el ensimismamiento del placer inmediato niegue el horror al que nos enfrentamos. Pero lo que paraliza a la gente no es la idea de la muerte, que al fin y al cabo se pasa, es la idea de vivir sin sus placeres inmediatos y de instaurarse así en un dolor constante e interminable.

La lucha contra el colapso civilizatorio y la degradación de la biosfera es una lucha contra nosotros mismos, y el ser humano se enfrenta así ante el dilema de evolucionar, de dar el siguiente paso, o desaparecer. El Individuo ya desapareció hace mucho tiempo y ha deambulado junto a hordas de almas en pena durante milenios, lo que está en juego ahora es todo el legado cultural y científico-técnico que hemos conseguido gracias a nuestra autodepredación.

Tenemos que abandonar este purgatorio y regresar a la Tierra, y reconectarnos entre nosotros si queremos de verdad algún día poder alcanzar el Cielo, y no precisamente de la forma que Elon Musk propone, colonizando Marte. Esa es una empresa imposible debido a la desaparición a corto plazo de los combustibles fósiles, pero aunque fuera viable, tampoco evitaría nuestra extinción a largo plazo. La única manera de alcanzar el cielo es que, cuando nos llegue la extinción, hayamos conseguido el equilibrio con nuestro planeta y con nuestros semejantes. Esos semejantes de los que queremos protegernos levantando los muros de la vergüenza: ahora en 2020 Reino Unido se va de Europa para levantar su muro, mientras esta última deja morir en el mar o en campos de concentración a los cada vez más numerosos aspirantes a refugiados de esta crisis sistémica.

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