Thursday, January 16, 2020

SUFRIMIENTOS EN INVERNADERO

En esta vida hay tres tipos de sufrimiento. En primer lugar está el que se inflige a los expoliados y del que en última instancia somos responsables todos los que tenemos más de lo que nos tocaría si se repartiera con justicia lo que el planeta puede ofrecernos. Es el sufrimiento de los desarrapados, esos que se van por el váter cuando en el primer mundo apretamos el botón de la cisterna, cada vez que vamos al supermercado, al centro comercial o a la gasolinera. Luego, está el sufrimiento del que sufre por estos desarrapados. Y por último, está el sufrimiento que se siente cuando no se sufre por los desarrapados o por el simple hecho de no sufrir por ellos.

Estamos hechos por diseño para cuidar de la gente, eso nos salvó en el pasado y marcó la evolución de nuestra mente, y cuando nos despreocupamos de los demás y sucumbimos a la individualidad que nos inyecta el sistema actual, acabamos alejándonos de nuestra esencia natural y sufriendo. Quien sufre por los demás y por las injusticias no hace otra cosa que reivindicar de manera inconsciente la recuperación de su forma natural de ser y de relacionarse con los demás.

El ser humano es una máquina biológica compleja, probablemente la más compleja del reino animal. Y una gran complejidad en el diseño le ofrece a la máquina la posibilidad de procesar grandes volúmenes de información. La posibilidad de procesar cada vez más información nos dio una oportunidad de adaptación cada vez mayor entrando en una espiral evolutiva hasta llegar al cerebro humano actual que apenas ha variado en arquitectura desde hace 100000 años.

Si los cerebros de las personas de las sociedades forrajeras (cazadoras/recolectoras) o de las primeras sociedades agricultoras hace 12000 años, tenían, como es sabido, la misma capacidad de procesamiento de información que tenemos ahora, cabe esperar que efectivamente, procesaban de hecho un volumen de información parecido al mismo que nosotros procesamos hoy.

Pero, ¿cómo es esto posible? Tendemos a pensar en que ahora disponemos de muchas más fuentes de información derivadas de la complejidad alcanzada por nuestra sociedad y por nuestro edificio de conocimiento científico-cultural, y es cierto, esto supone un volumen de información enorme que nos impregna y condiciona desde que nacemos. Cuando decimos que ha habido un gran cambio psicológico desde las sociedades forrajeras hasta hoy (que se puede resumir en la transición de la antigua identidad relacional, o ligada al grupo, a la identidad subjetiva o individualista actual), no estamos diciendo que el cerebro ha cambiado, lo que ha cambiado es el tipo de información a la que accede el individuo hoy en día desde que nace.

Y es que de la naturaleza (no procesada por el ser humano) en todas sus escalas emana una cantidad de información terriblemente más compleja que la asociada a nuestras construcciones intelectuales. Por ejemplo, una persona puede transmitir sin hablar muchísima información a otra que quiera y sepa recibirla y esté a su lado mirándole a los ojos. Mucha más de la que es capaz de transmitirse a través de un dispositivo electrónico. Estos dispositivos sólo son simuladores de realidad, que sólo sueñan con llegar a rozar algún día un ápice de la complejidad inherente a la realidad no procesada.

Entonces, lo que imagino, es que el ser humano del paleolítico y neolítico temprano, intercambiaba grandes volúmenes de información con el entorno natural y con los seres que le rodeaban. Debía ser información de carácter abstracto y más sensitiva, que no pasaba por el tamiz de la racionalidad. Ahora, a lo largo de los últimos 12000 años, hemos construido un software que, a medida que va siendo instalado desde el día de nuestro nacimiento, nos obliga a racionalizar, organizar y etiquetar casi toda la información perceptiva. Sí, el software que se nos implanta nos hace ser lo que somos: al forrajero le hacía sentir parte indisoluble de un grupo y a nosotros nos hace sentir individuales, terriblemente aislados y nos hace padecer un miedo creciente basado en el hecho de que no sabemos confiar y depender de la gente porque nos enseñaron a depender sólo de un sistema cuya capacidad de atender a nuestras necesidades ya no es creíble.

Precisamente, esta mañana me dirigía a mi trabajo en metro e iba tratando de racionalizar la información de un libro que hablada sobre la pérdida de la identidad relacional, cuando me ha abordado un señor sorprendido de que hubiera alguien con un libro de papel cuando casi todo el mundo permanecía absorto con sus dispositivos electrónicos. El hombre me ha dicho que sentía la necesidad de comunicarse con la gente que le rodeaba. Yo he respondido como un autómata protegiéndome de alguien que manifestaba necesidades tan sanas y no he sabido qué decirle. 

El humano de ahora es, así como lo era el forrajero del paleolítico, una máquina con gran capacidad de empatía y de percepción del entorno y del propio ser, y una gran imaginación y capacidad de creación artística. Pero, ¿significa esto que somos y hemos sido libres en la toma de decisiones y por tanto responsables de haber llegado a la vorágine de sociedad a la que hemos llegado? Y suponiendo que el libre albedrío sea una entelequia, ¿nos impide eso poder aspirar a una vida más gratificante?

Hay quien dice que el libre albedrío no es libre en absoluto y que es un ideal megalomaníaco, que se basa en dos falacias: la primera, que la consciencia es consciente de todo, y por eso puede tomar decisiones libres, y la segunda, que nos podemos independizar libremente de las circunstancias que nos determinan. La consciencia y libertad son dos conceptos que los humanos tendemos a idealizar por propio narcisismo o por autocomplacencia de nuestra individualidad aprendida.

Las personas nos sentimos libres cuando nos resulta fácil tomar una decisión y cuando sus consecuencias nos resultan beneficiosas. Por contra, las decisiones complejas y con opciones igual de atractivas refuerzan la sensación de falta de libertad. Así es, resulta muy fácil darse cuenta de cuál es la mejor manera de hacer el bien común, y la gratificación que se siente al hacerlo bien podría identificarse con la sensación de libertad. Sin embargo, cuando se trata de velar por la acumulación de bienes y seguridad personales, la inseguridad en la toma de decisiones nos asalta constantemente. Por ejemplo, si en una comunidad autogestionada alguien se queda sin vivienda  por accidente, al día siguiente la gente reacciona desinteresadamente reponiéndosela. Desinterés igual a libertad. Por contra, en la realidad enlatada en la que vivimos, creemos que hacemos un uso de nuestra libertad cuando elegimos contratar un plan de pensiones privado pensando en que el sistema público pronto ya no podrá hacerse cargo de nosotros.

Entonces, si sólo podemos sentirnos libres pero no ser realmente libres, puede resultar todo un alivio saber que las fuerzas que nos han llevado a la calamidad que ahora vivimos han quedado fuera de nuestro control, y casi podría reconfortar pensar que es eticamente aceptable seguir sucumbiendo a ellas. Pero, aunque no tengamos demasiado control sobre nuestras vidas, porque no exista un camino óptimo o bueno a seguir por mandato divino, sin duda ejercemos una influencia en nuestro destino y en el de nuestra sociedad sencillamente porque no podemos evitar poner nuestra inteligencia a trabajar para minimizar nuestro sufrimiento, y ésto no se elige.

No podemos elegir el bien, porque no lo conocemos, no se puede definir, nos falta información y siempre nos faltará. Pero tampoco podemos evitar buscar la eliminación del dolor. Y los que estamos en el lado privilegiado podemos elegir por qué sufrir, sufrir por nuestros problemas personales o sufrir por los desarrapados. Si elegimos sufrir por los desarrapados tendremos una posibilidad de paliar nuestro dolor sencillamente mediante la práctica de una vida más justa para todos, de una vida sencilla. Pero si elegimos sufrir por nuestra propia desdicha caeremos sin remisión una y otra vez en la impotencia ante la multiplicidad de elecciones complejas que se nos ofrece falsamente resoluble mediante la entelequia de la libertad. Ese dolor no tiene fin.

En el sistema actual aprendemos que siempre hay una elección buena y otra mala, y que si elegimos la mala es por incompetencia o negligencia en el uso de nuestra libertad, por lo que, si la decisión que tomamos no acaba por satisfacernos, cosa que siempre será así, ya que funcionamos siguiendo el mantra del más y más, terminamos acumulando inseguridad y frustración.

Sufrir ante el sufrimiento de los desarrapados del sistema global actual nos podría así permitir dejar de sufrir por nuestros problemas personales. Y la única forma efectiva de paliar el dolor por los desarrapados sería recuperando una vida basada en el cuidado de las necesidades reales de la gente y en dejarse cuidar por la gente. Sólo recuperando parte de la identidad relacional y simplificando nuestras vidas podremos reconfigurar una sociedad que no esté fundamentada en el expolio y en el sufrimiento de una gran mayoría.

Tenemos que desmontar el mito de la robustez del sistema del mercado global. Su rigidez monolítica se verá quebrada sin duda por el huracán que se avecina. Un sistema modular basado en células comunales lo más autogestionadas posible, donde la toma de decisiones vuelva a estar al alcance de la gente, se presenta por el contrario como una opción mucho más resiliente. ¡El ser individual que acepta el statu quo se está quebrando y doblegando ante lo que ya está llegando, pero el ser relacional y comunal se doblará (no doblegará) con flexibilidad ante la adversidad!

"Primavera. 1877. El tiempo más largo que he permanecido en un solo lugar desde que salí de la granja a los 17 años. Hay tantas cosas aquí que nunca llegaré a entender. Nunca he ido mucho a la iglesia... y lo que he visto en el campo de batalla... me ha llevado a cuestionarme el plan divino. Pero es innegable que existe algo espiritual en este lugar. Y aunque no sé si llegaré alguna vez a comprenderlo claramente... no puedo ignorar su poder. Lo que sé es que es aquí donde he podido conciliar un sueño tranquilo por primera vez en muchos años." (El Último Samurai, 2003)

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